LA JUSTICIA
Siguiendo a los clásicos, San Agustín definió la justicia como “la virtud que manda dar a cada uno lo suyo”. La virtud de la justicia nos recuerda que nadie puede ser humano y comportarse como tal si olvida la presencia y la demanda de los demás humanos y hasta de los seres no humanos que con él conviven en el mundo.
Según el Evangelio, la justicia se parece bastante a la santidad, a la diafanidad del ser humano ante Dios. La limosna, la oración y el ayuno pueden ser signo de una verdadera “justicia”, pero podrían convertirse también en un signo de autoafirmación ante Dios.
Refiriéndose a estas prácticas, dice Jesús: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos” (Mt 6,1). La justicia de los discípulos de Jesús ha de ser mayor y más genuina que la de los escribas y fariseos (Mt 5,20).
Con unos pocos rasgos contrapone Jesús ambos ideales de santidad. El fariseo, que ha cumplido escrupulosamente la ley, no sale del templo “justificado”, mientras que es justificado el despreciado publicano que ora desde su conciencia de pecado y su humildad religiosa (Lc 18,13).
Imitador y reflejo del Dios justo, y habiendo proclamado la justicia de su Reino (Mt 6,33), Jesús mismo es ensalzado a la hora de su muerte y precisamente por la boca de un pagano, que emplea el título más estimado por su propio pueblo: “¡Ciertamente este hombre era justo!” (Lc 23,47).
Con toda seguridad, el texto evangélico ha utilizado una fórmula que trata de llenar de un doble sentido. Lo que para el centurión romano era la justicia, como honradez en las relaciones humanas y como bondad natural de la persona, es trascendido por la justicia religiosa que Jesús ha vivido y ha revelado a la humanidad.
Según el Concilio Vaticano II la justicia y la equidad son exigidas ya por la recta razón, pero pueden además ser apoyadas por el Evangelio (GS 63). A la luz de la fe, la justicia va acompañada por la caridad (GS 69), así como por el sentimiento de la benevolencia y del servicio al bien común (GS 73).
La fe no es verdadera si no produce frutos de justicia, tanto en la actuación individual de los creyentes, como en las estructuras sociales a las que estos pertenecen. Y, por otro lado, la fe tampoco es verdadera si llega a adormecer y amordazar a los creyentes frente al espectáculo de las espinas de injusticia que crecen por todas partes.
Así pues, en la existencia cristiana la vivencia de la justicia está llamada a constituirse en una verdadera profecía. Quien trata de vivir en la justicia tiene la doble misión del anuncio y de la denuncia.
Ahora bien, ni el anuncio de la justicia será creíble ni la denuncia de la injusticia será tolerable, si los llamados a ejercer esa misión profética no dan con su vida un testimonio de “renuncia” a la injusticia y al desamor.
José-Román Flecha Andrés